El otro Durán

Los sesenta años de vida de Roberto Durán encuentran al gran campeón con el ánimo intocable, con su sentido del humor afinado en todas sus notas y con su habitual alegría en el permanente punto de contagio. De seguro “El Cholo” está feliz.

Después de haber presenciado sus más importantes combates, de haber escrito tantas notas sobre el mejor peleador latino de todos los tiempos, de haberlo acompañado a su ingreso en los salones de la fama de Los Angeles y Canastota e, incluso, de haber ganado premios de prensa por reportajes sobre él, podría decirse que ya no tengo nada más que decir del “Mano de Piedra”.

Pero no es así. Al contrario.

Hoy quiero dedicar estas líneas al otro Durán, al que vive en las sombras de la fama y la popularidad. Al que quizás pasa inadvertido porque su sola presencia irradia demasiada luz a cualquier escenario que ocupe. Quiero referirme a Durán el patriota, al ciudadano que lleva a su país en el corazón en todo momento y lugar.

Aunque es conocido por sus salidas y ocurrencias, todos sabemos que “El Cholo” siempre dice lo que piensa, sin medir las consecuencias. Es como un niño que no calcula el alcance de lo que dice, y eso se debe a que, por lo regular, siempre dice la verdad. Además, el tiene licencia para decir lo que se le ocurra, porque es un patrimonio nacional que nos llega de orgullo y admiración.

Pero en los momentos más importantes de su vida, su discurso es reflexivo y profundo, lo que pasa es que sus carcajadas disfrazan el contenido de sus palabras.

Cuando estuve con él en Los Ángeles, dijo que junto a Durán entraba al Salón de la Fama, el barrio de El Chorrillo, destruido por la invasión de los Estados Unidos en 1989. Aunque en ese momento hubiesen pasado dieciséis años de la cruenta intervención norteamericana, “El Cholo” recalcó que él venía de ahí, de ese barrio destruido por las hordas invasoras.

Pidió que todos cuidemos a nuestros niños y que los mantengamos alejados de la droga y los vicios.

Luego, en Canastota, en el templo de los inmortales, pronunció unas breves palabras que, a mi juicio, lo dibujan de cuerpo entero. El “Mano de Piedra”, arropado en el bello pendón tricolor, dijo que él solo tenía una bandera, una sola patria y un solo pasaporte.

Más recientemente, durante la premiación de Cable Onda Sports, no pudo contener el llanto, y al agradecer la premiación como la más grande figura del deporte panameño de todos los tiempos dijo que a él no le importa la fama y la fortuna. Que se siente orgulloso de haber nacido en Panamá y que su mayor alegría es darle felicidad a su pueblo. Señaló que quiere morir en esta tierra, y que, de nacer nuevamente, le pediría a Dios que fuera en Panamá.

Confieso que se me salen las lágrimas al redactar estas líneas, porque me identifico como panameño con un hombre grande, que ha vivido para los demás. Un hombre que ha pasado de limpio a millonario varias veces, pero que su verdadera fortuna descansa en el amor que le tiene a su país.

Hoy lo recalco un 16 de junio, un día que debe ser instituido en nuestro país como el “Día del boxeador panameño”. La verdadera grandeza de Roberto Durán no está en el poder de sus puños, sino en la nobleza de su corazón de guerrero, que solo se rinde ante la majestad de esta nación.