El final de una vida licenciosa
Por: Daniel Alonso
Sacudido aún por la noticia de su muerte, el primer pensamiento que me viene a la mente al recordar a Héctor “macho” Camacho fue la forma en que vivió su vida. Los excesos, las fiestas sin límite y el abuso de drogas y alcohol en una existencia libertina, no pueden ser ejemplo para nadie. Pienso también en su vestir estrafalario y en sus gruesos collares de oro.
Pero reconozco que no es justo recordarlo así, porque el peleador boricua cumplió en los cuadriláteros una jornada que bien amerita mantener su imagen como uno de los grandes púgiles latinos de los últimos años. Cuatro coronas mundiales en tres diferentes categorías, y solo seis derrotas en casi noventa pleitos hablan de un peleador de extraordinario mérito.
Nunca fue noqueado y combatió con los astros indiscutibles de su generación. Tras su debut en 1980, se mantuvo imbatible durante once años y 38 pleitos profesionales, hasta que conoció la derrota a manos de Greg Haugen.
Descolló y alcanzó fama con sus victorias sobre Rafael “Bazooka” Limón, José Luis Ramírez y Ray “Boom Boom” Mancini. Tiene el mérito de haber sido el último hombre que derrotó a Roberto “Mano de Piedra” Durán y a Sugar Ray Leonard.
Pero hubo un rival que el “Macho” Camacho no pudo vencer. El mismo adversario que ha salido airoso en otros casos similares. Ese fantasma que ronda el ámbito de los campeones famosos que saltan de la carencia y vicisitudes, hacia la riqueza y fortuna. El vicio, la adicción y el exceso pululan galopantes en torno a estos hombres que pasan del anonimato a la cúspide del reconocimiento popular. Ejemplos abundan. ¿Para qué recordarlos?
Bayamón, la tierra que lo vio nacer hace 50 años, es la misma que presenció su muerte, en razones aún por esclarecer. Un disparo en el rostro acabó con su existencia, dilatada durante las últimas cuarenta y ocho horas por estar conectado a un respirador.
Su muerte estremece a su país y a toda América Latina, por las circunstancias en que se produce, en lo que parece ser un episodio más en el libro triste del boxeo. Un capítulo recurrente en lo que, como dice Ruben Blades, es “el mismo cuento de nunca acabar”.
Camacho no merecía morir así. Un hombre que le dio alegrías a su país y que supo superar las exigencias y sacrificios del boxeo, merecía un mejor final. Como tampoco merecen morir a diario cientos de jóvenes en nuestros barrios latinos, víctimas de la violencia y el consumo de drogas.
No pretendo ahondar en la parte oscura de la vida del “Macho”. Prefiero, con el permiso de mis lectores, consignar estas líneas para recordar su alegría permanente, sus pintorescos vestuarios con los que subía al ring, sus pasos de baile y las ocurrencias con las que solía salir en sus entrevistas.
Cuando dentro de unos dos o tres años ingrese al Salón de la Fama del Boxeo, su imagen quedará grabada para siempre por sus aciertos, no por sus errores. Al fin y al cabo, al momento de saldar cuentas, eso es lo queda.
“Vamos pa´lante, Macho”. Ganaste y perdiste, subiste y bajaste, y lo hiciste a tu propio estilo, a tu manera.